El borrador del Gobierno no resuelve las crecientes brechas de recursos que las IES públicas sufren.
Dos semanas llevan los distintos actores del sector de la educación superior discutiendo el borrador de un proyecto de reforma que impulsará el Gobierno. Rectores, profesores, estudiantes y expertos han sido convocados por el Ministerio de Educación para comentar los 164 artículos que sustituirán la Ley 30 de 1992.
Es innegable que el marco normativo de las universidades requiere cambios profundos. El sistema vigente está desbordado por el crecimiento del 50 por ciento del número de bachilleres en ocho años (el año pasado se graduaron 625.000 jóvenes).
Una buena cantidad engrosará las filas de los 3,3 millones de colombianos en edad de estudiar que no consiguieron cupo o que, finalmente, abandonaron sus carreras. De hecho, la cobertura en Colombia solo es del 37 por ciento, a pesar de haber crecido en años recientes, y la tasa de deserción llega a un preocupante 45 por ciento.
A los problemas de acceso y cobertura se suman otros retos de calidad. Solo el 13 por ciento de los programas de pregrado del país están acreditados y 21 de las 283 instituciones de educación superior (IES) públicas y privadas gozan de acreditación institucional. No sorprende que ninguna universidad colombiana clasifique dentro de las 15 mejores de América Latina.
La reforma de Santos aborda con distinto grado de innovación los temas álgidos del sector: ampliación de los cupos, equidad en el acceso, financiación de las IES, mejoramiento de la calidad y rendición de cuentas. En unos artículos plantea correcciones de falencias de la legislación vigente y en otros introduce conceptos y estrategias que merecen la oportunidad de probarse. Por último, hay áreas donde el afán reformista se queda corto.
La intención del proyecto de ley de aumentar el porcentaje de bachilleres que sigan su formación es clara y con dientes. Una vía es la de la ampliación de la oferta mediante el ingreso de capital privado a las universidades y la creación de IES con ánimo de lucro. En este punto no hay que caer en el discurso miope de la "privatización" de la educación. Es muy cómodo para quienes gozan hoy de una silla universitaria pedirles a los que están fuera del sistema que esperen el mundo perfecto.
Sin duda, la entrada de nuevas instituciones influirá en la calidad y forzará a todas a mejorar sus programas. Sin embargo, la competencia abrirá el abanico de oportunidades y decantará la oferta. La clave radica en la vigilancia y la regulación que ejerzan las autoridades educativas.
El articulado contempla, asimismo, la introducción de nuevos esquemas de becas y de créditos condonables de acuerdo con el salario de los futuros egresados. Estos son programas cuya implementación vale la pena intentar y que abren cupos a los que hoy no pueden pagar sus estudios.
La reforma pretende acertadamente incluir mecanismos de buen gobierno en las universidades. Que respondan por sus presupuestos y decisiones y estén sujetas a inspección estatal. Los rectores han criticado estas medidas, ya que, en su opinión, violan la autonomía universitaria. Pero más transparencia y rendición de cuentas no es sinónimo de intromisión. Así como tampoco lo es unir el desempeño exitoso con más recursos.
El borrador del Gobierno no resuelve las crecientes brechas de recursos que las IES públicas sufren y asigna a la inversión privada un papel exagerado en el cierre financiero de las universidades. Por más oferta flexible, mejoras en el acceso y cuentas claras, la responsabilidad de la educación superior seguirá sobre los hombros del Estado, especialmente con relación a los más pobres y las minorías.
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